Encuentro

Recuerdo cómo tu negra cabellera posaba sobre el lado desnudo de tu hombro derecho, cómo tu mirada fija penetraba una hoja en blanco, como si la belle époque encontrara en tus ojos la mejor forma de estar.

Ese día no sabías cómo hacer para empezar tu próximo poema. Te vi vertiginosa, yo estaba llena de ideas que no podía plasmar. Tu incertidumbre me ponía nerviosa, me transmitía suficiente miedo como para quedarme estupefacta mirándote sin poder yo tampoco avanzar. ¿Cómo es que éramos capaces de aventurarnos a perdernos? Escribir es una ventana por donde volver a mirar (escribir es, a decir verdad, volver a mirarse) y nunca se sale ileso. Ese día estábamos desesperadas por espiar, dispuestas al riesgo de desconocernos y, por tanta expectativa, no podíamos hacerlo.
Tus dedos temblaban en silencio. “Tenés manos de pianista”, susurré. “Pero soy escritora”, me dijiste, sonrojándote. Estabas inmune, paralizada. Podés volverte tan rápidamente prisionera ahí donde podés ser libre que a veces no lo entiendo.
Mirabas la ventana, sé que te fascina ver cómo las personas aplastan las baldozas con sus pasos. Ese día no te fuiste, permaneciste serena, todavía un poco ciega.

Ahora estoy sentada en la ventana. Tu casa aún huele a naranjas. Me pongo a contemplar cómo la gente, los días, las noches pasan. Permanezco en silencio. Decido mirarme. Espero que me visites, yo también quiero ver. Frente a este espectáculo transeúnte, imagino la muerte. Imagino mi propia muerte. Sé que tengo que morir para escribir algo nuevo, pero no siempre tengo tanta fuerza como para hacerlo. Sé que tengo que morir de mí. En el momento del ritual, de pronto, llegaste. “Me gusta partir porque siempre vuelvo”, me decís, y yo, vuelvo a perderme, aliviada. Me detengo y pienso que escribir es una forma de regreso. ¿Cuántas veces muero y podré renacer en cada texto?

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